El pasado 11 de diciembre presenté en El Ateneo de Santander mi último libro: “Cuentos de la abuela Carmina”. Una tarde entrañable en compañía de familiares y amigos. Gracias a todos/as por vuestras sinceras muestras de cariño.
Actualmente podéis encontrarle en las principales librerías de Santander, Torrelavega, Bezana, Maliaño, Renedo de Piélagos, Cabezón de la Sal, Meruelo, Laredo, Santoña y en El Corte Inglés.
Como el libro es viajero también podéis encontrarle en la librería “Centro”de Zaragoza.
Como aperitivo os invito a conocer las aventuras de un niño al que se le rompió Wii y no sabía divertirse.
¡Disfrutad!
EL VERANO MÁS DIVERTIDO
Érase una vez un niño delgado, de tez bronceada y cabellos desordenados; pasaba las horas absorto, con las mandíbulas apretadas y la mirada fija en la pantalla de la videoconsola.
Cuando sus padres le dijeron que irían a vivir a casa de los abuelos, Quique frunció el ceño. Una cosa era ir a comer los domingos y otra, muy distinta, quedarse para siempre.
Los yayos, como él los llamaba, vivían en Torrelavega, en un piso pequeño, sin ascensor; peor aún, no tenía piscina.
Cuando llegaron, la abuela le acogió entre sus brazos y le achuchó como hacía siempre. El niño se escabulló en cuanto pudo. No entendía esa afición a besarle hasta dejarle sin aliento. El abuelo sonrió y, cogiéndole por los hombros, le acompañó hasta el que sería su nuevo dormitorio.
- Dormirás aquí. ¿Te gusta?
Quique recorrió el cuarto con una mirada rápida e hizo una mueca. No tenía nada que ver con el que había sido su dormitorio hasta ahora. Los muebles eran feos y la cama tenía un edredón azul, con un cojín descolorido, del año de Maricastaña. Menos mal que había una mesita para poner la consola. Eso era primordial.
Los días siguientes su papá hacía los recados; mientras tanto, su mamá ayudaba a la abuela en las tareas de la casa.
—Quique, ¿vienes a jugar al parque? —preguntó el abuelo.
—No, prefiero jugar con la Wii.
— ¿No te aburres, siempre con ese cacharro?
— No es un cacharro, es un videojuego —respondió el niño con notable enojo.
El abuelo estaba preocupado. No era bueno para el chiquillo estar solo; los niños deben relacionarse con otros niños. Y rememoraba el pasado, cuando los chavales se divertían con cualquier cosa. Sin embargo los de ahora no mostraban interés por nada.
Apenas habían transcurrido un par de semanas cuando un domingo, después de comer, Quique salió de su cuarto dando voces:
— ¡Papa, mamá! La Wii no funciona.
Y corrió hacia sus padres con la consola entre las manos. Durante un buen rato intentaron repararla, mas todos sus esfuerzos fueron en vano.
Optaron por acudir al establecimiento donde lo compraron.
Cuando el técnico dijo que no llevaba arreglo, a Quique le cambió la cara.
— Tendrás que arreglártelas sin el videojuego —sentenció su progenitor.
- ¿Por qué, papá? Yo quiero la Wii.
Su padre le explicó que se había quedado sin trabajo y por eso se habían mudado a casa de los abuelos. No disponían de dinero para comprar otra consola. Tendría que acostumbrarse.
— Todos los niños la tienen. ¿Es que ahora somos pobres?
—Tenemos lo suficiente para vivir; pero habremos de suprimir algunos gastos superfluos. Somos muy afortunados por tener una familia unida y un plato de comida caliente en la mesa. Por desgracia, hay mucha gente que vive en la indigencia.
A Quique le importaba un pimiento disponer de cama donde dormir o de un techo para cobijarse; lo primero era la videoconsola.
En las semanas siguientes, el niño se mostró huraño. Protestaba por todo, daba malas contestaciones y desobedecía. Agotadas todas sus argucias, no tuvo más remedio que aceptar que no volvería a tener un videojuego, al menos de momento.
El abuelo sonrió y le acarició el cabello.
- Ven, voy a enseñarte algo —dijo, dándole de la mano.
Se dirigieron al cuarto de estar. El hombre abrió la puerta de uno de los armarios. Todo estaba muy ordenado. Cogió una caja rectangular, situada sobre la segunda balda, y la abrió. En su interior había varios libros y cuadernos. A pesar del paso del tiempo, se conservaban en buen estado.
Con un halo de nostalgia en la mirada, el abuelo contó:
—Yo fui al colegio José María de Pereda. Me gustaba mucho estudiar. Siempre cuidé los libros. Todavía guardo algunos de ellos.
Tras unos segundos, prosiguió hablando:
— Mira, este es “el catón”, el primer libro que tuve cuando empecé a la escuela; con él aprendí a leer. Aquí está la “Enciclopedia Álvarez”; con ella estudié gramática, geometría y matemáticas, además de historia universal. En aquella época no era como ahora, que tenéis un libro para cada asignatura.
- ¿Te ponían muchos deberes para hacer en casa?
—No, no teníamos demasiadas tareas; pero teníamos que ayudar a nuestros padres, hacíamos los recados y cuidábamos de nuestros hermanos. Yo, incluso, trabajé en una tienda de comestibles, llevando los encargos a los domicilios de los clientes.
Quique los miró, extrañado y admirado. Le gustaban aquellos libros, tan diferentes a los de hoy.
- ¿A qué jugabas cuando eras un niño, yayo?
—Verás, cuando yo era pequeño no había maquinitas como esas que tienes tú, ni ordenadores, pero lo pasábamos muy bien. Al salir de la escuela nos reuníamos en los solares en los que posteriormente edificarían viviendas, y nos divertíamos con al aro y la trompa.
- ¿A qué…? —preguntó el chiquillo, sorprendido.
—Al aro, el cual obteníamos del fondo de un cubo o del de un tonel; pero también valía la rueda de una bicicleta. Rodábamos el aro por el suelo ayudados por una vara de metal, que se llamaba guía. Marcábamos un recorrido para ver quien llegaba antes. Teníamos que competir sorteando varios obstáculos.
El hombre tomó otra caja, más pequeña que la anterior y sacó un juguete de madera en forma de pera. En el rabillo tenía un clavo de hierro redondeado y en la cabeza una corona. A continuación extrajo de la misma caja un cordel de cáñamo.
El abuelo trazó un círculo en el suelo e introdujo en él unas cuantas monedas.
— Antiguamente, en lugar de monedas plantábamos las chapas de las botellas.
A continuación enrolló la cuerda y lanzó la peonza al suelo, de adelante atrás, con un tirón rápido y enérgico.
La trompa comenzó a bailar.
— El juego —aclaró el abuelo— consiste en sacar las monedas del redondel arrastrándolas con el jaretón de la peonza.
— ¡Qué divertido! — exclamó el niño.
— También jugábamos a pescar.
El anciano sonrió, divertido.
— No. Formábamos grupos y competíamos uno contra otro, evitando que el contrario nos cogiera o tocase, para no quedar eliminados Y por supuesto, al fútbol —añadió.
— En el mejor equipo, el “Pereda”. Celebrábamos campeonatos contra rivales importantes, entre ellos las “Escuelas de Barreda”. De aquellas competiciones salieron futbolistas muy buenos, que llegaron a jugar en la Gimnástica; alguno de ellos fue internacional.
— ¡Qué guay! —exclamó Quique.
— Incluso había maestros que nos enseñaron a practicar al frontón. A falta de otro lugar más adecuado, practicábamos contra las paredes del colegio.
El abuelo cogió otra caja del armario y sacó unas fotografías en blanco y negro.
— ¿De quién son esas fotos? —preguntó Quique, ávido de curiosidad.
El anciano se las fue mostrando, a la vez que explicaba:
— Cuando yo era niño, mi padre comenzó a trabajar en una empresa que se llamaba SNIACE. Era una fábrica dedicada a la producción de celulosa y papel, que cuando se instaló dio trabajo a miles de personas. Por ese motivo, “La inmobiliaria Montañesa” construyó el que ahora es nuestro barrio. La primera casa tenía tres portales; en dos de ellos había veinte pisos, y en el otro diez. Enseguida se habitaron, y en algunos de ellos convivía más de una familia. Todos los niños del vecindario éramos amigos y nos divertíamos en la calle hasta la hora fijada por nuestros padres para recogernos.
— ¿Qué más cosas te gustaba hacer cuando eras pequeño?
— Me gustaba mucho ir al circo. Cuando se instalaba en el barrio, mis amigos y yo acudíamos a ver cómo se montaba. Esperábamos, ansiosos, el día en que veríamos el espectáculo. Me entusiasmaban las atracciones de los animales; pero, sobremanera, las parodias de los payasos.
— ¿Me llevarás este año a las ferias, yayo?
—Pues claro, acudiremos al circo y en las fiestas de Torrelavega nos subiremos a todas las atracciones, iremos a la tómbola y practicaremos en la caseta de tiro.
El chiquillo se mostró muy ilusionado.
Era la hora de comer. Entre ambos guardaron los libros, las fotografías y la peonza en sus cajas respectivas; recolocando cada una de ellas en su lugar.
Una vez hubieron terminado, el niño pidió a su abuelo:
— ¿Me enseñarás esos juegos a lo que tú te divertías?
Esa tarde se entretuvieron con las canicas, las carreras de chapas y algún que otro juego que el anciano inventara con sus amigos de la infancia.
Al día siguiente fueron al río Indiana, travesearon tirando piedras, a ver quién las lanzaba más lejos e hicieron carreras de barcos con trocitos de madera.
Quique se divirtió como nunca antes. Hasta pillaron una mojadura, lo que les ocasionó una reprimenda al llegar a casa, pero se sentían felices. Sin duda, ese fue un verano muy divertido.
Cuando llegó el comienzo del nuevo curso escolar, Quique conoció a sus nuevos compañeros, entre los que hizo muy buenos amigos. Cada tarde, al salir del colegio, trasteaban en el patio, mientras merendaban.
Se aproximaba la Navidad. El abuelo se acercó al chiquillo con un sobre en la mano.
—Te he traído una carta para que la escribas y se la envíes a los Reyes Magos.
— ¡Yupi! —exclamó—. La quiero escribir contigo.
— ¿Qué vas a pedir este año, un videojuego?
El niño le miró con los ojos muy abiertos. Una gran sonrisa se dibujó en sus labios, y respondió:
- Este año quiero que me traigan unas canicas, un aro y una peonza.
Ambos rieron mientras se estrechaban en un fuerte abrazo.
FIN
en El Corte Inglés.